Había llegado el día 24 de diciembre.

Los padres estaban acabando de arreglarse para la esperada y tradicional cena de Navidad. Querían estar presentables ante tal señalada fecha, como era costumbre tanto en esta como en la mayor parte de las familias.

El hijo estaba saliendo del vagón del Metro, apabullado por la velocidad con la que la impersonal muchedumbre andaba a esas horas, más deprisa y más aislados de lo que se acostumbraba. Él, en cambio, iba lento. Tenía su mirada fija hacia el frente, sin percatarse demasiado de las espaldas que aparecían y le adelantaban por uno y otro lado.

El marido se había puesto uno de sus dos trajes oscuros, el que mejor le quedaba al haber engordado un poco este año aunque, él lo achacaba a la edad y no a una mala dieta. Mientras se ajustaba la corbata en el cuarto de baño, pensaba que aparentaba ser aún más viejo de lo que era ya que “la edad se le notaba hasta en la ropa”, se decía en su cabeza. Prefería pensar en ello que en la cena, la cual no tenía pinta de ser una cena más. Por su parte, la mujer se estaba vistiendo en la habitación con una elegante falda negra y una blusa roja. Para calzarse el zapato izquierdo, había necesitado apretar los dientes pues, el talón la condenaba de dolor aunque, no era eso lo que más le dolía. Necesitaba darse los últimos retoques ante el espejo. Se acercó al cuarto de baño y llamó a la puerta.

-¿Te queda mucho?

No, estoy acabando. –Dijo su marido. Apenas esperó unos pocos segundos en la puerta cuando él salió. Ni se cruzaron las miradas. Ella entró.

Si por algo le sorprendía al hijo la Navidad era por la enorme cantidad de iluminación que desprendía la ciudad entre alumbrado, ventanas y adornos. Su paso no había cambiado, solo la mano que sujetaba la bolsa para no golpearse todo el rato en la misma rodilla. Caminaba cabizbajo, con el rostro serio y su ceño se fruncía solo. Al llegar al portal, se quedó plantado, pensativo, dubitativo.

La cena, un delicioso pollo al horno, estaba prácticamente lista, según la receta que tan bien conocía la mujer y que se había convertido en un clásico de la familia. El marido, completamente preparado para la ocasión, se puso a ultimar detalles de la mesa como sacar el vino blanco del frigorífico, comprobar que el champán del brindis del final estaba en el mismo, así como recolocar con cuidado las servilletas de tela de las ocasiones especiales. Cuando acabó esta tarea, echó un vistazo a toda la mesa y se quedó pensativo. Puso la palma de sus manos sobre la mesa y apoyó sobre ellas el peso de su cuerpo. Paseaba su mirada por el conjunto mientras tomaba aire y trataba de educar a su mente para que pensara en otra cosa. Necesitaba un cigarro, no había duda de ello. Buscó el paquete de tabaco en el traje aunque, no estaba ahí. Fue hacia la habitación y por el camino se acordaba de los consejos de su médico de cabecera, el doctor Quintana pero, “hoy necesito fumar”, se decía a sí mismo, justificándose e imponiendo la salud mental a la física. Tal vez en Año Nuevo le haría caso, o no. Cogió el paquete y se dirigió hacia la terraza. Sabía que hacía frío pero necesitaba sentirlo. Necesitaba otras sensaciones para relajarse de aquellas que llevaban tiempo amenazándole.

En ese mismo momento, el hijo abrió la puerta de la casa… Cerró la puerta con fuerza, evidenciando su mal genio. Desde varios días atrás era consciente de que hoy le tocaba trabajar pero, lo que no se esperaba eran las dos horas extra que había echado fregando los suelos del restaurante, colocando las provisiones y echando una mano al jefe a recoger la tarta para su familia debido a que él estaba muy ocupado con los amigos. Dejó una bolsa en la cocina y fue directo a la habitación para cambiarse y darse una ducha, sabiendo que no había mucho que preparar.

La madre estaba ya lista. Se acabó de pintar los labios con un rojo muy tenue, los juntó con ese común movimiento para fijar los pigmentos, repasándose los bordes con el dedo índice delante del espejo y se marchó hacia la cocina. Al llegar vio a su marido fumando fuera, apretó nuevamente los labios por circunstancias diferentes a las anteriores mientras, e inspiró aire tratando de inflar todo lo posible sus cansados pulmones. Después, se acercó al horno para comprobar que el pollo estaba casi preparado, y tras esto, se dirigió lentamente hacia la terraza donde se encontraba su esposo. Antes de salir a su lado, se quedó mirándole a través del cristal. Él se dio cuenta a los pocos segundos y cambió un rostro serio por una tímida sonrisa. Se quedaron mirándose unos segundos antes de que él le invitara a salir abriéndole la puerta. Ella accedió mientras este se quitaba la chaqueta del traje y se la ponía a ella para combatir el evidente frío. La cabeza de ella descansó sobre el hombro derecho de él, quien llevó su brazo derecho por la espalda, tratando de darle todo el calor posible.

El hijo salió de su habitación hacia la ducha y dio un portazo al cerrar la puerta. Seguí cabreado. Durante unos instantes se quedó cabizbajo bajo el chorro de la ducha, sintiendo como el agua le bajaba por todo el cuerpo mientras su mente trataba de convencerle de que no era para tanto, que era otro día de mierda como otro cualquiera, una simple cena más y vuelta al trabajo. Aunque él no quería estar ahí. No tenía ganas y las fuerzas las estaba consumiendo en su irritado estado.

Me fumaría un cigarro ahora mismo. –Le dijo la madre manteniendo la cabeza apoyada sobre su hombro.

No digas tonterías. –Contestó, también con la mirada perdida en el horizonte.

No son tonterías. –Añadió mientras notaba como el latido de su corazón se aceleraba, necesitando tomar otro gran trago de aire para calmar su incipiente nerviosismo.

Es una cena más. Aunque en esta has hecho el pollo que tanto me gusta. –Al decir esto, giró la cabeza hacia ella con una media sonrisa, esperando recibir un gesto cómplice. Pero no fue así. Ella mantenía la misma posición.

El hijo acabó de ducharse. Salió completamente desnudo del cuarto de baño y fue hacia la habitación, donde le esperaban sobre la cama unos vaqueros, una camiseta negra y una camisa blanca. Se vistió con evidente mal humor, y no pudo evitar maldecir a Dios cuando su pie derecho se atascó en la pierna derecha del pantalón debido a la brusquedad de sus movimientos. Una vez listo, se atusó el pelo plantado ante la puerta de su habitación, sin apenas peinarse y con la otra mano en el pomo. Tomó aire antes de salir de su habitación tratando de calmarse. Había llegado el momento de cenar.

Mientras tanto, el padre llevó la mano a su boca para dar una última calada al cigarro. No se había dado cuenta de que llevaba apagado un rato, sin ser consciente del momento exacto en que eso había sucedido. Se guardó la colilla en el puño para tirarla a la basura y apretó fuerte con el otro brazo a su esposa contra sí mismo sin decir nada. Sabían lo que sentían.

“Clink”. Sonó la campanilla del electrodoméstico.

Daniel estaba sentado ya en la mesa cuando escuchó el timbre. De fondo estaba la televisión, la cual observaba sin interés, teniendo la mente puesta en otras cosas más importantes. Se quedó sentado algunos segundos más antes de levantarse.

Al escuchar el timbre del horno, la mujer apretó fuertemente el mango del bastón y se dio la vuelta. Su marido se guardó la colilla en un bolsillo, le abrió la puerta permitiéndole que ella pasara primero y la invitó a que se sentara, que él ya se encargaba de todo lo demás.

Soledad.

Silencio entre la multitud de sentimientos.

El hijo acabó de tomar su cena y se levantó, dejando en la mesa los cubiertos, el plato y el cuenco en el que había recalentado en el microondas el medio pollo que había cogido del restaurante. Abrió el frigorífico en busca de la botella de vino espumoso, el más barato que había encontrado en el TESCO, y se preparó mentalmente para brindar.

Los padres estaban finalizando el postre, unas natillas caseras. Uno sentado frente a otro, disfrutando del dulce sabor entre la amargura del vacío. Cuando la madre acabó, tomó la carta de su hijo, que estaba sobre la mesa en el lugar en el que él solía sentarse.

El hijo abrió la botella, lanzando el tapón hacia la pared, y deseando que en el impacto, se rompiera el techo, abriéndose una brecha que provocara una descompresión que le absorbiera y le lanzara hacia el espacio, cayendo en su casa, con su pequeña familia. En el hogar. Pero no fue así. Rebotó y cayó sobre el envase de aluminio en el que había traído su cena. Levantó hacia la ventana su simple vaso lleno de vino y lo engulló de un trago. Se aclaró la boca. Lo dejó en el fregadero, cogió el traje oscuro, ya preparado desde esta mañana para hacer de camarero en una fiesta de fin de año, y se marchó.

La madre estaba acabando de leer la carta en voz alta, permitiendo que su marido fumara en la cocina a pesar de lo que eso le molestaba. No importaba. Hoy no.

“…Ya sabéis que os echo mucho de menos pero, no tenemos que estar tristes, que aquí al menos tengo trabajo. Os quiero mucho. Firmado, Daniel”.

Dobló la carta y la metió en el sobre, maldiciendo en su mente cada desgraciado que ha provocado que su hijo tenga que marcharse de su país. Ambos tenían los ojos llorosos y los corazones embalados. El padre jugaba con el móvil entre sus nerviosas y arrugadas manos, tratando de sacar algún tema de conversación que no pudiera acabar en mayor resignación.

A los pocos minutos, cuando hablaban sobre qué regalarle de reyes a la vecina de abajo por lo bien que se porta con ellos, su hijo llamó. El padre entregó el móvil a la madre y se levantó a por el champán y las copas. Había llegado el momento de brindar, aunque la felicidad únicamente durara unos pocos minutos.

Ricardo Ortega Olmedo.

ilustracion texto Richi Navidad

Ilustración de Roberto Carretero (Gobi).

Dedicado a todas las personas -y a sus familias y amigos/as- que van a pasar estas fiestas sin poder abrazar a la gente que tanto quieren.

Dedicado también a los/as desgraciados/as que controlan y se enriquecen con estas crisis.

Acento cultural, número 3, diciembre 2014, ISSN: 2386-7213

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