Aunque las cifras y los motivos invitan a acostumbrarse, las muertes no naturales son gritos de ausencia calada en las almas que siguen manejando nuestros cuerpos. Estos organismos desconcertados nos obligan a preguntarnos por el motivo. Por muy claro que llegue a parecer, éste es irreal. Quien parte pilares de la vida rompe con ella en el cisma que le aleja de su propia humanidad.

Quienes no saben dialogar abren cabezas ajenas por no saber abrir sus miradas y manchan de sangre los ojos de su madre.  Si hablasen, si escuchasen sus voces en otras bocas clamando lo mismo al tiempo –ese cruel espejo recompuesto- usarían sus manos para disparar palmadas en la espalda a quienes ya les maltrata la vida. Si escuchasen el ruido del expirar y ensordecieran de pena, en vez de enfundarse guantes envenenados y romper sus tímpanos e inventar alguna causa, no se atreverían a matar como no se atreve el sol a morir.

Águilas caníbales surcan sus cielos dirigidas al averno cavado en el jardín donde jugaron sin pensar por qué la gente mata. ¿Qué enajenación les disfraza de tierra y les permite decidir quiénes la van a alimentar sin su permiso? Sus cuerpos repugnan y necesitan derrumbar otros cuerpos como quien no es capaz de apreciar el valor de la verdadera belleza, la única que no es relativa. Son personas que no saben ni sufrir porque quien sufre aprende de la fuerza innata que te obliga a no caer.

Si somos animales racionales creadores de los dioses que nos separan, de la raza tonta que nos divide y del dinero afilado, cuyo brillo nos impide ver nuestra propia mirada. Si nos conformamos con insultarnos, robarnos y mentirnos ¿por qué la gente mata?

Antonio Maldonado Muñoz.

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Acento cultural, número 16, noviembre 2015, ISSN: 2386-7213

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