Se define en Matemáticas que una magnitud es función de una segunda, cuando el valor de la primera depende en exclusividad del valor de la segunda y, en ningún caso, para un valor de la segunda, puede existir más de un único valor de la primera. Sírvame este galimatías de palabras para dar inicio a un relato, que no busca otro fin que el de rendir un sencillo y humilde homenaje a una de las mentes más preclara, y a la vez atormentada, que dio el pasado siglo XX.

Como si de una función lineal se tratase, la vida de todo hombre comienza no se sabe bien cuándo, ni dónde, en un punto remoto del infinito. Así tomamos conciencia de nuestra venida al mundo. En una pendiente positiva, camino del punto de origen de coordenadas, surcamos los días, los meses, los años que van marcando el dominio que por azares del destino, nos toca navegar en nuestro recorrido. En la niñez todo parece desarrollarse en pendiente constante hasta ese punto origen, que ha de convertir nuestra vida en un estándar perfecto simétrico impar. Pero pronto descubrimos, cuando tomamos conciencia de vida, que la perfección no existe. Nuestra función no es lineal, sino afín y acabamos cortando al eje horizontal por el punto que menos esperamos, o en su defecto, por el sitio que no habíamos previsto. Crecemos, aprendemos, vivimos, abrimos nuestras puertas y ventanas al mundo exterior, descubrimos que el mundo está lleno de curvas sinuosas, excéntricas, sugerentes… y llegados a ese punto nada nos da miedo. Queremos surcarlas, incrementar el exponente de nuestro término de mayor grado para que nuestro recorrido se vuelva más y más alto, cuanto más rápido mejor. No nos desalienta nada, la meta es el infinito, un infinito positivo, utopía de adolescente. Pero, más tarde o más temprano descubrimos la realidad. Caminamos parejos a una asíntota. Una casi invisible línea discontinua que es nuestra barrera natural. Poco a poco nos acercamos a ella, para nunca llegar a tocarla. Y el reloj sigue contando. Requerimos de un esfuerzo sobrehumano para, de un salto infinito, acabar en un recorrido decreciente, bajando a toda velocidad de esas nubes a las cuales habíamos subido casi sin esfuerzo. Vuelta a la realidad, a acercarnos al eje de abscisas que es la vida cotidiana. Con un poco de suerte, la vertiginosa caída suavizará su descenso en una parábola que nos salve del choque contra el suelo, y a continuar el recorrido.

Ahora somos diferentes. El haber tocado con la punta de los dedos el infinito nos marea. Llegados a este punto nos asustan las curvas, mas no queda otro remedio que surcar los días en una suerte de función trigonométrica. Somos adultos, tenemos responsabilidades y debemos aceptar la monotonía de subir hasta uno, para descender hasta menos uno, sin olvidarnos de pasar por el cero. Por más que intentamos derivar la función, caemos en la misma repetición, en el mismo bucle infinito. Nos aterran las curvas, pero agachamos la cabeza, en señal de resignación, y volvemos a subir, a bajar, a subir, a bajar…

En ocasiones, los más afortunados, truncan su función con la entrada de una incógnita nueva; una variable que, a veces, se incorpora a nuestro denominador común, devolviéndonos a una suerte de hipérbole que ha de llevarnos a un remanso de paz, a las nubes del infinito, pero en otras se eleva a nuestra chepa y nos atormenta en un crecimiento exponencial, en la búsqueda de un ‘no se sabe bien qué’, eso sí, con la certeza que ya no somos los mismos de antes, mucho dominio queda tras nuestras espaldas y nos abruma el vértigo.

Nacemos con la certeza que nuestro dominio es un intervalo cerrado. Ha de tener un principio y ha de tener un final, pero, en la expresión algebraica que nos define, no podemos calcular en qué momento nuestra función verá su desenlace. En el ocaso de nuestro recorrido vamos surcando despacio la línea de nuestra gráfica, acercándonos en una suerte de infinitos decimales a la expiración, a un dígito que siempre queda en un paréntesis, en un final abierto. En él analizamos con añoranza todos aquellos puntos del espacio que nunca hemos surcado y siempre hemos querido hacerlo. Abandonamos esta fortuna de tres dimensiones que llamamos vida, para fundirnos, quién sabe si en una cuarta, una quinta, o una sucesión infinita de nuevas dimensiones, devolviendo nuestras partículas al cosmos para fundirnos con él. Fin.

«Parece que pienso otra vez racionalmente, de la forma que caracteriza a los científicos. Sin embargo, eso no constituye un motivo para la alegría completa, como si pasara de la invalidez a la buena salud. La racionalidad de pensamiento impone límites en el concepto de mi relación personal con el Cosmos.»

(John Forbes Nash Jr. Extraído del discurso de aceptación del Premio Nobel de Economía en 1994)

De un enamorado de las Matemáticas a otro, humildemente: buen viaje, profesor Nash.

Javier Benito Morales.

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Ilustración de Rafael Rodrigo Toledo.

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Acento cultural, número 10, junio 2015, ISSN: 2386-7213

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