Apenas recuerdo desde cuándo llevo aquí. Por el polvo que acumulan las estanterías diría que hace ya unos días, semanas quizás, o meses que nadie ha pasado por aquí. El tiempo se hace tan relativo, los días varían de tal manera, que unos parecen de cincuenta horas, mientras que otros no sabría decir siquiera si llegan a unas cinco. Uno tras otro han ido pasando, monótonos, cansados, idénticos. Ya perdí la cuenta, aunque realmente nunca pensé que fuese necesario llevarla. La única referencia que encuentro, cada día, son las píldoras de luz solar, que forman una extraña matriz casi perfecta, proyectándose en la pared al despuntar el alba y que se van desplazando, lentamente hacia el suelo, haciéndose cada vez más anchas y deformes, hasta que desaparecen más o menos al mediodía. Eso en los días en que el tiempo es benévolo y las nubes lo permiten. Si tan siquiera hubiesen dejado más arriba la persiana, pero no, en eso tampoco me ha sonreído la suerte.

¿Dónde estarán? ¿Por qué ya nadie viene? Hace mucho me colocaron aquí y aquí sigo; flanqueado a mi izquierda por un jarrón ancho, vetusto y grandullón. Lleva pintadas, en un tono añil, unas tipografías extrañas que bien pudieran pasar por chino, eso sí, parece que están hechas por una mano diestra y licenciada en paciencia. Mas, si miro a mi derecha, el panorama no es mucho más alentador. Una esbelta joven se yergue sobre la punta del pie izquierdo, alzando su otra pierna hacia atrás en un ángulo casi imposible para cualquier ser humano. Sus brazos se estiran lateralmente hasta casi tocarme, gráciles desde los hombros hasta la punta de sus finos dedos, mientras su espalda se arquea en una extraña reverencia a un público que hace mucho que no viene a admirarla. Y con estos dos compañeros y otro buen puñado de adornos y obras de arte, de dudoso gusto en algunos casos, paso las horas muertas, soñando en el día en que saldré a la calle, o viajaré a otro lugar, veré más mundo que esta estantería. Mis esperanzas sobre la llegada de ese día flaquean, pero no quiero pensar que esté condenado a permanecer aquí por los siglos de los siglos.

Recuerdo mis primeros días, mis primeros meses perfectamente, casi como si hubiesen sucedido ayer, pero no, no fueron ayer, ni anteayer, ni la semana pasada, ni hace seis meses… ¡ha pasado más tiempo, mucho más! Cada poco la luz se encendía. Este foco que ahora me mira desde arriba con pose amenazante, oscura e inerte, se encendía y las miradas atónitas de la gente se clavaban en mí. Me deleitaba con sus sonrisas, con sus ojos abiertos de par en par, cuyas pupilas se comprimían ante mí, enfocando los detalles que adornan mi fisonomía. Los más valientes me cogían entre sus manos. Podía sentir su calor, sus caricias, era auténtico cariño el que mostraban hacia mi figura, palpando mis pliegues y hendiduras. Durante esos momentos yo era feliz. En los escasos segundos que rondaba de mano en mano, me sentía entero, valiente, capaz de todo. Soñaba con irme con ellos a sus casas, quién sabe si a acabar colocado en la balda de una biblioteca rodeado de las grandes obras de las letras universales. O, quizás, al calor de la madera de la parte alta de una chimenea rústica, construida con grandes bloques de piedra sin mampostería. O en una mesa esquinera, al lado de una radio antigua. De ella, durante todo el día, saldrían mis melodías favoritas… ¡me encanta la música! Aquí mismo, hace no sé cuánto, había un hilo musical. Cierto es que hasta este rincón llegaba muy tenue y en muchas ocasiones casi imperceptible, pero yo disfrutaba de ella, la sentía dentro removiendo mi interior y casi me atrevía a bailarla, pero no, devolviendo mis pies a la tierra, recordaba mi responsabilidad, para lo que me trajeron a la vida, para mantener la postura, en mi inalterable quietud.

Nunca olvidaré la mañana que, ante mí, paró por primera vez aquella chica. La vi acercarse a mi posición con la mirada perdida. Su dedo índice acariciaba la aleta derecha de su pequeña nariz. Parecía, por su pose, que fuese razonando concienzudamente su elección, mas yo supe, desde el principio, que andaba absorta en sus pensamientos. Al llegar a mi altura clavó sus grandes ojos oscuros en mí. Durante unos segundos que me parecieron siglos me observó sin pestañear. Yo estaba deseoso de que me cogiese, de que me agarrase con fuerza, e incluso de que me abrazase contra su pecho, fundirnos y ser uno. Casi me atreví a dar un salto de mi estantería para caer sobre ella, pero no, siempre fui muy responsable, debía mantener la postura y la compostura, por difícil que me resultase. Finalmente, sus finas y blancas manos se posaron sobre mí. Me levantó de la estantería y me acercó a su cara. Por unos minutos, que esta vez se me parecieron pocos segundos, contemplé su pelo marrón, largo, recogido en un moño alto con una pinza de la cual, los pelos más caprichosos y rebeldes, se empeñaban en escapar. Aquel aspecto, en apariencia desaliñado, realzaba su redonda cara. Sus cejas saltaban juguetonas por el asombro mientras me miraban sus brillantes y grandes, gigantes ojos. La chica titubeó por unos segundos. A esas alturas la veía como mi libertadora. Ambos, cogidos de la mano, saldríamos de allí, me llevaría a su casa y, juntos, envejeceríamos, sin separarnos jamás. Pero no, tan solo un vistazo a la etiqueta que cuelga en mi base valió para hacerla desistir. Volvió a colocarme despacio, con cariño, en la misma posición en la que me encontraba y, echándome un último vistazo, suspiró y se marchó despacio. Desesperanzado, maldije una y mil veces mi suerte. En ese momento me habría arrastrado hasta el borde de la estantería y me hubiese dejado caer al suelo para hacerme añicos y acabar con tanta tristeza, pero no, mantuve la postura, era mi responsabilidad.

Apenas pude pegar ojo aquella noche. Amargamente lloré durante horas. No podía quitármela de la cabeza. Sentía que nada tenía sentido en mi vida si no la vivía a su lado. A la mañana siguiente, cuando otras personas se acercaban a mi altura, rezaba para que no se fijaran en mí, para que no me levantasen y me llevasen con ellos. Ya no quería ni ver mundo, ni estar rodeado de libros, ni escuchar la radio todo el día; sólo quería que ella volviese, me cargase sobre su antebrazo y me sacase de allí, juntos, los dos. Cuál fue mi sorpresa que, a los pocos días, la vi cruzar el umbral de la puerta que da acceso a mi estancia. Mis nervios se incrementaron. La chica miraba de un lado a otro y parecía que no se decidía a acercarse a mi estante. Estuve a punto de gritarle, de decirle que allí estaba esperándola, que me llevase con ella, a su casa, pero no, recordé cuál era mi responsabilidad y, una vez más, mantuve la compostura. Por fin se acercó, al parecer no recordaba el sitio exacto donde me encontraba. Volví a reposar entre sus dulces y suaves manos. En esta ocasión, durante más tiempo que la primera vez. Me hacía girar, mientras me acariciaba y me miraba de arriba abajo. Tal fue mi estado de agitación en ese lapso de tiempo, que aquellos vaivenes me parecieron una maravillosa danza que ambos bailábamos. Esta vez sí, me repetía una y otra vez: ha vuelto y ha vuelto para llevarme con ella… ¡está claro! Cuando las tenía todas conmigo, volvió a dejarme sobre mi estantería, en la misma posición en la que me había encontrado. Una vez más se mantuvo mirándome un buen rato, suspiró, me dio la espalda y se encaminó a la salida. Por segunda vez había subido a lo más alto, para después caer en la más profunda de las desesperanzas.

Durante las siguientes dos semanas, casi puntualmente venía a verme. Cada dos o tres días, cruzaba el pasillo y una y otra vez se repetía la misma liturgia, pero nunca me llevaba con ella. Miles de cosas pasaban por mi cabeza al caer la luz de los días en que recibía su visita. Suponía que si no me llevaba con ella sería por lo que demonios pusiese en mi etiqueta. Soñaba que me robaba, que me escondía en su mochila y a hurtadillas salíamos de allí para nunca volver. Mis sueños cada vez se fueron convirtiendo en una obsesión. Si ella no se decidía, tendría que ser yo quien diese el paso. Una noche lo planeé todo. Muchos días llegaba a la tienda con un bolso de gran tamaño, colgado del hombro con un asa bastante grande. El salto era imponente, como para pensárselo dos veces, pero si elegía el momento adecuado, y haciendo buena puntería, caería en el interior, además, siempre lo llevaba abierto. La espera se hizo eterna. Los días pasaban y mi chica no venía. Uno, otro, otro… ¿se habría olvidado ya de mí? ¿Cómo podría ser justo ahora que lo tenía todo pensado y decidido que dejase de venir? Finalmente mi ansiedad se vio recompensada. Al verla aparecer me desplacé despacio hacia al borde de la estantería. Había llegado a una hora temprana y nadie había a su alrededor cuando llegó a mi posición. Además, había traído el bolso y, sí, abierto. Observaba su abertura de reojo. Intenté calcular cuánta sería la altura que me separaba de su fondo, cuánto impulso tendría que coger. El miedo me atenazaba y decidí plantearme una pequeña cuenta atrás, como en los despegues de los cohetes espaciales. “Diez… nueve… ocho…” Fui descontando mentalmente y al llegar a cero, un remordimiento asoló mi cabeza, de nuevo recordé cuál era mi responsabilidad, para qué había sido creado y puesto allí. No dependía de mí el ir a un sitio o a otro, aunque fuese mi felicidad la que estuviese en juego. Apagué mis ganas y finalmente no salté, mantuve mi eterna postura. Contrariado por mi cobardía, o por mi exceso de rectitud, me maldije mil veces, pero, en el fondo me convencía a mí mismo de que debía de ser así.

Los días fueron pasando y la chica volvió a visitarme unas cuantas veces más. Me mantuve esperando a que ella se decidiese; me comprase, me intercambiase por algo, o me robase… ¡qué más daba! Pero no fue así. Las visitas cesaron al cabo de un tiempo y, como ya he contado, hace cosa de unos días, o unas semanas, o unos años ya no recibo ni las suyas ni las de nadie. Echo de menos la sonrisa de la gente, las manos calientes y frías, las caricias, los vaivenes… la compañía. ¿Hasta cuándo ha de durar mi cautiverio? ¿Acaso mi ilícita condena es sufrir la soledad perpetua? ¿Por qué me fabricaron? ¡No lo entiendo! ¿Para qué me trajeron aquí si nadie se fija en mí para llevarme? ¿Qué demonios escribirían en mi etiqueta para que todo el mundo al verla me devuelva a la estantería, a esta espera infinita?

Javier Benito Morales.

ilustración artículo Javi Benito mayo 2015

Ilustración de Roberto Carretero Casero.

Licencia de Creative Commons
Un grito desde el estante by Javier Benito Morales y Roberto Carretero Casero is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.

Acento cultural, número 10, junio 2015, ISSN: 2386-7213

[El contenido de esta página web, imágenes y datos, son propiedad de sus autores. Corresponde a ACENTO y a sus autores los derechos de explotación de este contenido registrado bajo nuestra publicación digital con ISSN: 2386-7213. Este material está protegido con la Ley de Propiedad Intelectual y su difusión total o parcial está permitida siempre y cuando se cite el enlace de esta web o la autoría de los creadores. Muchas gracias.]