Vendí mi alma por amor, ¿no es admirable?

Sin embargo condenado, me veo a vagar

cada noche de difuntos, busco imperturbable,

una solitaria alma, que me pueda amar.

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Como cada primero de noviembre desde que perdí a mi esposa, hace algo más de seis años, desperté temprano. Descorrí las cortinas del dormitorio y un radiante sol matutino bañó mi cara. “¡Vaya! Quién diría que estamos ya en noviembre”, pensé con resignación mientras me dejaba caer sobre el sillón, imbuido por esa melancolía propia del otoño, que en esa noche especialmente se había acrecentado por un extraño sueño que ahora trataba de recordar. “Sin duda habré soñado con ella. La almohada está empapada en lágrimas… no cabe duda. La pobre, qué solo me dejó.”

Bajé a la esquina buscando la floristería de mi buen y viejo amigo José Vicente. Todos los años me prepara con maestría, un centro floral, para que se las lleve a mi mujer al cementerio.

-Buenos días José Vicente, ¿qué tal el trabajo?

-¡Uf! Toda la noche, para variar, como cada año. Muy buenas. Venga, ven por aquí. Pasa que te lo tengo preparado. ¿Pensabas que no lo iba a recordar, eh? –me dijo dejando notar el cansancio propio del que pasa la noche en vela trabajando.

-Gracias. No. Ya ni siquiera vengo a encargártelo. Ando muy liado… -dije balbuceando.

-Ya casi no te vemos nunca. Tienes que salir más. ¿Cuándo fue la última vez que viniste a la partida de los domingos? –me dijo mientras arreglaba las flores con un lazo.

-Ya, pero… Entiéndeme. Yo, estando solo… vosotros –dije algo intranquilo por el tono que tomaba la conversación.

-Esta tarde puedes venir a casa si quieres. Voy a organizar un pequeño ágape. Me han confirmado asistencia todos estos. ¿Vendrás?

-No… Bueno, no sé. No me puedo negar la verdad –contesté sin mucha confianza.

-Vamos hombre, tienes que venir. Hace ya seis años de lo de tu mujer y cada vez eres más huraño. Te vas a consumir como una pasa –dijo esbozando una gran sonrisa.

-Sí, bueno, iré… No te preocupes –contesté para convencerlo.

Partí de nuevo, flores en mano y triste por el recuerdo de mi difunta esposa, camino del cementerio. El mismo estaba de bote en bote. Como cada año, mujeres pasando un trapo a las sepulturas de sus familiares, mientras sus maridos charlan en corrillo, fumando como cosacos, y dando cachetes a los joviales niños que juegan al escondite correteando por entre las tumbas. Llegué al lugar donde descansan los restos de mi querida esposa. Coloqué el centro en la jardinera y, como cada año, acabé llorando mientras acariciaba su foto. “Qué solo me dejaste. ¿Por qué te tuviste que ir? Yo te amaba más que a nada. Maldita, maldita sea mi vida, si fuese más valiente me… me…” pensamientos amargos que se clavaban en el fondo de mi corazón como largos cuchillos afilados en la piedra de mi desconsuelo.

Sacando fuerzas de flaqueza enjugué mis lágrimas y puse rumbo a casa, cabizbajo, destrozado. Todo lo que a mi alrededor veía era felicidad, esa felicidad que a mí me fue arrebatada como de un tajo; parejas sonrientes paseando por la calle. Solo, recordaba con tristeza cómo paseábamos los dos, haciendo planes sobre los hijos, un hogar, todo. Al tiempo, les maldecía, arrebatado por la ira me preguntaba: “¿Por qué ellos sí y yo no…? José Vicente tiene mucha razón, me estoy convirtiendo en un huraño y, a la vez, en un ser despreciable. Pero, no lo puedo evitar.” Nunca había sentido afinidad con planteamientos filantrópicos, dicho sea de paso, pero este odio no lo había sentido nunca y cada día iba a más. Cada vez que salía a la calle todo me recordaba a mi mujer. Cuando iba con mis amigos, los veía tan apegados a sus respectivas esposas, tan felices y yo cada vez más solo, más viejo. Al punto llegaba mi tristeza que, ni dejándome llevar por el alcohol, lograba pasarlo bien ni un minuto. No podía superar el trance de la pérdida de mi esposa.

Volví a casa, preparé algo de comer y me dispuse a dormir un rato. Por supuesto que la propuesta de José Vicente no me agradaba lo más mínimo, no pensaba ir. Pero él sabía mejor que yo, que como no se pusiera pesado, no iría. Así que llamó a casa para insistirme. Ya no me pude negar. Cogí el abrigo, pues la tarde amenazaba lluvia, y salí a la calle. Al llegar a casa de mi buen amigo, lo que me venía temiendo; allí estaban todos con sus esposas, cada cual al lado de la suya, riendo y fumando, mientras la esposa de José Vicente les servía café. Todos me saludaron efusivamente. Era evidente que se sorprendieron de mi presencia. Se les notaba algo tensos, como forzados, todo ello para hacerme sentir lo más cómodo posible. Pero, a mí, esto no hacía nada más que incomodarme más. Nunca me ha gustado ser el centro de atención en ninguna reunión, siempre prefiero pasar lo más desapercibido posible.

La velada se me hizo interminable. Al terminar el café y los pasteles, José Vicente nos ofreció unas copas de un whisky de doce años que guardaba en la cueva de su casa. Después de un par de tragos, la conversación se fue soltando. Yo me sentía cada vez más tenso, casi enfadado. Juan y Cristina, que estaban justo a mi derecha, se cogieron de la mano y empezaron a besarse. No podía soportarlo. Juan, nada menos que él, el más golfo del grupo. Tan sólo dos años casado y ya estaba enrollado con su secretaria. Injustificablemente, dicho sea de paso, arrebatado por la ira, quizás producida por mi falta de costumbre y poca tolerancia al whisky me levanté haciendo ademanes de irme.

-¡Me voy! Muy buenas noches a todos –dije muy irritado.

-Pero, ¿qué dices? No te vayas todavía –me dijo sorprendido el bueno de José Vicente.

-¡Ya no aguanto más! ¿Creéis que no me estoy dando cuenta? Os estáis riendo de mí, de mi desgracia. ¡Y eso no lo aguanto! ¡Adiós! –dije presa de una ira inusitada.

-Pero, ¿qué hemos hecho? –dijeron casi al unísono, mientras José Vicente me cogía del brazo.

-Tú calla, Juan –dije dirigiéndome a él con reproche-. Siempre has sido un golfo adúltero y ahora te las das de buen marido.

-¡Eso no te lo consiento…! –dijo Juan increpándome con el puño.

-¡Es la verdad! –dije dando buenas muestras de mi estado de embriaguez- Dejadme en paz, ¡en paz! ¿Por qué vosotros sí y yo no…? ¿Qué he hecho yo de malo? ¡Joder! –dije mientras cerraba la puerta de un portazo.

Ni un pensamiento de arrepentimiento pasaba por mi cabeza mientras me dirigía a casa. Ya estaba harto, habían sido tres largos años de aguantar miraditas, cuchicheos. “Se lo merecen” me repetía mientras avanzaba dando tumbos. La noche había caído y como amenazaba, el cielo trajo lluvia, muy fina, pero calaba hasta los huesos. Haciendo caso omiso de la lluvia, continué vagando, maldiciendo a todo el mundo, arrebatado por pensamientos coléricos, además de grandes estupideces que me pasaban por la cabeza. “¡No hay dios! ¡No puede haber un dios tan tirano! Yo, que nunca he hecho mal a nadie… ¡Maldita sea! ¿Por qué yo? ¡Devuélvemela! ¡Eres cruel, sí, cruel! Sabías que lo era todo para mí y me la quitaste. ¡Te maldigo una y mil veces! Vendería… Sí, vendería mi alma al mismísimo diablo por verla de nuevo, aunque fuera un solo momento…” Extenuado, me senté en el primer banco que se cruzó en mi camino. Respiré hondamente, el corazón parecía salírseme del pecho. Pero, en cuestión de segundos, un sentimiento agradable –no sabría decir cuál- alivió por un instante mi pena. Era extraño, como si esa fina agua, tan fría que me bañaba el rostro apagara las llamas de ira de mi pensamiento.

La calle estaba solitaria, no era tarde, pero, ya se sabe que con el frío y la lluvia la gente se recoge antes en sus hogares. Por la acera de enfrente apareció una silueta. Se dirigía hacia mí, cabizbaja y con un paraguas que no dejaba identificar el rostro. Al acercarse más a mi posición, no cabía ninguna duda, por la silueta pude identificar que era una mujer. De repente, justo cuando pasaba por delante, como por un desmayo, cayó desplomada. Me levanté raudo y corrí para atenderla. La ayudé a levantarse y pronto pareció volver en sí. Inmediatamente al ver su rostro me dio un vuelco el corazón. El parecido era asombroso. Esta chica desconocida era casi idéntica a mi difunta esposa. Me miró confusa, asustada, su tez estaba blanquecina, quizá por el desmayo y sus grandes ojos negros miraban de un lado a otro a gran velocidad.

-¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? –repetía insistentemente.

-Nada tranquila. Ha sufrido un pequeño desmayo. No se preocupe –dije intentando calmarla.

-¿Quién es usted? ¿Dónde me encuentro? –preguntó intentando levantarse a duras penas.

-Tranquila. Ha caído desplomada justo aquí delante, quizá por un desmayo. Creo que del golpe puede que sufra algún tipo de amnesia. Llueve mucho, venga a mi casa. Vivo aquí al lado. Avisaré, si lo desea, a un médico, o llamaré a su casa –le dije cogiéndola del brazo.

De camino a casa apenas nos dirigimos palabra alguna. Estaba muy aturdida debido al golpe. Ya a cubierto, me puse a calentar café y le ofrecí una toalla. Estaba empapada. Contemplándola a la luz pude de nuevo comprobar que era asombroso el parecido. La llevé hasta el comedor para que se pusiera cómoda. Allí tenía una foto de mi mujer. Miraba a ambas, ella no parecía darse cuenta, pero yo no cabía en mí de los nervios. Al terminar el café le ofrecí el teléfono. Le pregunté si llamaba a urgencias, para pedir atención, pero rechazó diciendo que se le pasaría. Trató de llamar a casa, al parecer le era imposible recordar ningún número. Caballerosamente le ofrecí tomar un baño, algo de ropa, o incluso quedarse a comer algo hasta que se encontrase mejor. Ante mi sorpresa, ya que pensaba que se lo tomaría a ofensa, aceptó gustosamente.

Ella entró en el baño. Mientras, yo rebuscaba en el armario de mi habitación ropa que aún conservaba de mi mujer. Estaba muy nervioso, casi excitado, debido a lo extraño de la situación. Dejé la ropa en la puerta del baño, la chica lo agradeció efusivamente desde el interior, lo cual me tranquilizó un poco. Me dirigí a la cocina para preparar algo de cena.

Al entrar por la puerta de la cocina, vestida con ropa de mi mujer, se acentuaba aún más el parecido. Sin saber por qué sentí una alegría inmensa al verla, tan guapa, tan guapa como ella era. Sin saber cómo, esta chica desconocida había devuelto un halo de esperanza a mi malherido corazón. “¿Cómo es posible? ¿Representaría ella una segunda oportunidad? ¿Habrían oído en el cielo mis plegarias?” Pronto deseché todos estos pensamientos de mi cabeza, tomándolos por estúpidos. “Eso son sólo bobadas. Ni ésta chica es mi mujer, ni está aquí por gracia divina. Maldita sea, soy un paranoico… conozco a la primera extraña que me cruzo en la calle y ya hago comparanzas. Sólo se le asemeja un poco.”

La cena transcurrió tranquila. A ella la notaba cómoda, cosa que me extrañó un poco, debido a la situación, pero he de reconocer que su naturalidad me excitaba en extremo. Al terminar la cena, cogió mi mano.

-Pareces un tipo solitario. ¿No es cierto? Es más, por tu expresión has debido de pasarlo mal. ¿Mal de amores quizás? –preguntó sugiriéndose casi al extremo.

-¿Eh? Sí… Bueno, en realidad soy viudo… Mi mujer… murió hace tres… bueno hace algo más de tres años –contesté balbuceando por los nervios.

-Lo siento. ¿Era muy joven, verdad? Y guapa por ese retrato que veo. ¿Es ella? –me preguntó dirigiéndose al retrato del comedor.

-Sí, es ella. ¿Sabes? No lo tomes como ofensa, pero observándote, me he dado cuenta que tienes un cierto parecido con ella. Vamos, sois las dos muy guapas –dije esbozando una pícara sonrisa, que desembocó en una carcajada estúpida.

-¿Sí? No veo yo tanto, pero gracias por lo de guapa –dijo la chica ruborizándose-, tú tampoco estás nada mal –dijo lanzándome una mirada penetrante mientras acariciaba mi pelo.

No sabría decir si fue ella, yo, el vino, o lo extraño de la situación quizás, pero acabamos besándonos. La llevé hasta el dormitorio. Tumbados en la cama nos besamos y acariciamos en un grado extremo de excitación. Consiguió, de raíz, hacerme aliviar esa pena que sentía desde hace tanto tiempo. Incluso, he de confesar, que parecía mi propia mujer y no una casi desconocida, la que yacía conmigo esa noche. Al terminar no lo pude evitar y me confesé con ella.

-Ya sé que todo esto es muy precipitado, extraño diría yo, pero, no sabes lo solo que me sentía hasta que tú has llegado –dije con total franqueza, sin poder evitarlo, mis palabras salían directas desde el corazón-. Incluso había pensado en lo peor, incluso en… Pero estás aquí, has aparecido. No te vayas nunca por favor. Te quiero, siento verdaderamente que te quiero mucho –dije embriagado por la emoción.

Ante mi sorpresa, la chica rompió a llorar. De sus ojos manaban grandes lágrimas, que bañaban su cara, como si una pena inmensa la afligiera. No lo entendía muy bien, pues me sentía feliz por la magnífica noche. Juntos lo habíamos pasado bien y yo había tratado de ser lo más cortés posible. Sentía que la amaba en serio y no sabía qué decirle. ¿Por qué sentiría ella esa gran pena?

-No llores, te hablo con total franqueza. Tengo el fuerte presentimiento de que puede haber química entre nosotros. Siento que en verdad te quiero –dije enjugando sus lágrimas.

-Lo sé. Eso es lo que me entristece. Lo siento, lo siento mucho. Perdóname -contestó ella entre sollozos.

-Perdonar por qué. No hay nada que perdonar. Todo lo contrario. Ha sido una noche muy bonita.

La chica, sin poder reprimirse, lloraba más fuertemente. No entendía nada. El reloj marcaba las siete y media. Por la ventana entraban los primeros rayos de luz. Se incorporó de la cama. Parecía que no quería mirarme a la cara. Dirigió su rostro hacia mí, su rostro empapado en lágrimas. Ante mi completa incomprensión parecía distinto.

-He de darte las gracias. Muchas gracias. Tengo que marcharme. Siento mucho lo que te he hecho. Pronto entenderás que no estaba en mi mano. Gracias, has ayudado a salvar mi alma. Siempre te llevaré conmigo, te lo aseguro. Gracias y lo siento –dijo con una voz que denotaba paz y tranquilidad.

Tembloroso miraba su rostro. Petrificado en la cama pude observar que aquella chica no era la misma con la que había pasado esa noche. Su cara, su pelo, su cuerpo, nada era lo mismo. Sólo sus lágrimas, las cuales bañaban casi completamente su rostro, delataban su identidad. Había sido engañado, no cabía duda. La chica fue desapareciendo lentamente, como desvaneciéndose en la nada. Intentaba en vano levantarme. Mi cuerpo yacía como yerto en la cama. Al tiempo una voz atronadora se hizo dueña de mi cabeza.

-Ya he cumplido mi parte del trato. Ahora cumplirás tú la tuya. Tu alma será mía, mía hasta que me entregues el amor de otra alma desdichada como tú.

-Pero, ¿cómo? ¿Qué es esto? –dije muy asustado.

-Ja, ja, ja –rió la extraña voz de mi cabeza-. Ahora no quieres recordar. Como todos. Dijiste que me entregarías tu alma por devolverte un instante a tu amada esposa. Esta noche la has tenido frente a ti, es más, la has poseído ¿o no la has reconocido? Alégrate has liberado un alma que llevaba mucho tiempo atormentada. Tú le has entregado lo que quería y ella te ha hecho feliz en esta noche. ¿Qué más quieres? Yo he cumplido; ahora cumplirás tú –dijo la voz desvaneciéndose.

No logro recordar cuánto tiempo hace de aquello. Ahora condenado estoy a pagar mi deuda. Cada noche de difuntos salgo, ánima errante, buscando algún alma solitaria, como yo fui, para tratar de conseguir su amor, ese amor que me libere de esta cárcel y me deje descansar en paz.

¿Te sientes sola? ¿Necesitas compañía…?

JBM

CEMENTERIO

Ilustración de Rafael Rodrigo Toledo.

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Acento cultural, número 5, enero 2015, ISSN: 2386-7213

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