Vivir aquellos días, sus dudas, su devenir, sus consecuencias, cambió mi vida para siempre. Y, sin embargo, digo sin vergüenza que me enteré un día después, incluso que, conforme se iban sucediendo los días, veía la situación con mucho, mucho escepticismo. En cierto modo, con la perspectiva del tiempo me fui dando di cuenta de lo difícil que resulta ser analista de la historia, mientras ésta está sucediendo.

La última vez que ejercí mi derecho al voto fue en las elecciones de 2004. Apenas tenía veinte años y ya había perdido toda esperanza en la democracia de mi país. Anclados en un falso estado de bienestar, en una inestable bonanza que convertía en nuevos supuestos ricos a especuladores, ladrones y arribistas, los españoles veíamos cómo se sucedían “distintos” gobiernos, de un lado y de otro, cargados de promesas, que llegado el momento no se llevaban a cabo. Estábamos asistiendo a la privatización de la práctica totalidad de las empresas públicas, al gasto desmesurado en inversiones que no tenían repercusión real alguna en los ciudadanos. Una y otra vez se me venía a la cabeza el lema de aquella España de Carlos III, la España del ‘Despotismo Ilustrado’, la cual había estudiado en los libros de Historia: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. La mañana del 14 de marzo, enrabietado por las mentiras del gobierno de Aznar en torno a la ‘Guerra de Iraq’, el desastre del ‘Prestige’, los recortes en los derechos de los trabajadores, la nueva ley educativa y, sobre todo, la torticera y desastrosa gestión de la información durante los terribles atentados del 11 de marzo de 2004, me lancé a las urnas. Recuerdo aquella jornada como un día de grandes ilusiones. Esperaba cambio. Ni siquiera había votado al PSOE, es más, los que yo sentía como ‘mi partido’ (IU), se habían vuelto a pegar un batacazo electoral, pero aquella victoria en las generales la hice mía, me ilusioné pensando que otra España era posible. Iluso de mí…

Los días fueron pasando, las mismas políticas se seguían sucediendo. Enmascaradas tras el tupido velo de reformas populistas (la ley del ‘matrimonio homosexual’, la ley del aborto, etc.), necesarias, pero con la intención clara de ocultar una realidad sangrante.

¡Y llegó la crisis! Una caída de las bolsas internacionales sirvió de desencadenante para que el débil andamiaje del mal llamado ‘milagro español’ se viniese abajo. Casi de la noche a la mañana la gente fue perdiendo sus trabajos. Comenzaron los desahucios por la imposibilidad del pago de las desorbitadas hipotecas adquiridas por los españoles en los tiempos de esa falsa ilusión de bonanza económica. Comenzaron a destaparse casos de corrupción multimillonarios, fruto de la caída de las cajas de ahorros, en manos, fundamentalmente, de las comunidades autónomas. El capitalismo voraz, instaurado en nuestro país por las políticas neoliberales nacidas a mediados de los ochenta, había perdido su máscara de bondad. Ya nada importaba, los unos pisaban a los otros para tratar de salir del pozo, caminando desesperados, sin saber a dónde, buscando la luz de su salida. Llegados a ese punto, nos dimos cuenta que el Estado estaba vendido, estaba en manos de oscuras manos, de personajes cuasi anónimos que desde la sombra manejaban los hilos, dejando a nuestros políticos como meros títeres en su juego de enriquecimiento desmedido. ¿Cómo habíamos llegado a ese punto? ¿Qué habíamos hecho mal como ciudadanos? El desánimo fue creciendo a pasos agigantados en la calle. No hay futuro, no hay esperanza, estamos vendidos.

Llegados a 2011 apenas se aguantaban las mentiras del gobierno del señor Rodríguez Zapatero. Ni tan siquiera sus más fervientes acólitos las creían. Por su parte, los medios de comunicación masivos se empeñaban en ofertar al PP como única alternativa de cambio, de regeneración. He de reconocer que dicho mensaje fraguó. Es tal el grado de atontamiento que genera, particularmente la televisión, que en ocasiones vemos como única realidad lo que en ella se emite. Otros, sin embargo, sin dejarnos imbuir por esos cantos de sirena pensamos alarmados: ¿En serio…? ¿Vamos a volver a caer en el mismo juego? ¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? Tratamos, en vano, o eso pensábamos, de plasmar esas preguntas en el único foro abierto y libre que nos quedaba en nuestra triste sociedad: Internet y las redes sociales. Como náufragos solitarios, abandonados en nuestra pequeña isla desierta y menguante, lanzamos al mar electrónico nuestros mensajes en una botella, escuetos, anónimos, con la esperanza de que un nuevo ‘mesías’, un cabecilla, un adalid, enarbolase el estandarte de nuestras quejas a la palestra política. Mas este nunca llegó. Por el contrario, nos dimos cuenta de algo importante, éramos más de los que nos creíamos y entre todos podemos hacer uno.

En mi experiencia personal, llegado a mayo de 2011, reconozco que me abocaba a una nueva abstención en las elecciones. De hecho así fue, pero por motivos muy distintos a los que de un inicio me planteé. Ya lo dije al principio, no fui consciente en su día, no atisbé lo que estaba pasando. Algo había oído, leído en las redes, sobre unas manifestaciones que se estaban gestando para el 15 de mayo. Haciendo caso omiso a dichas llamadas, auspiciado por mi frustrada (y efímera) participación en política, asunto que daría para un relato extenso y complicado que ahora no viene al caso, tomé aquellas iniciativas como quejas, gritos, que enmascaraban el favorecimiento de las posturas de los partidos de la izquierda tradicional. No estaba dispuesto a comulgar con banderas, ni con anagramas antiguos, los cuales eran los principales culpables de haberme traído a tal estado de apatía política. Y me enteré un día más tarde. No puedo decir que el 15 de mayo de 2011, como fecha, cambiara nada en mi vida. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, en la mañana del 16 todos nos despertamos con una noticia inaudita. Los manifestantes, una vez llegaron al punto final de su ruta, la Puerta del Sol, fueron duramente reprimidos por las fuerzas de seguridad. Se sucedieron los palos en las calles aledañas a la céntrica plaza madrileña. Cundió entre la muchedumbre la sensación de que, hasta ahora, todas las manifestaciones, fuesen del calado que fuesen, estaban controladas al milímetro por los de arriba, que tenían principio y final bien establecido, que como borreguitos danzábamos por un circuito cerrado gritando a los cuatro vientos proclamas que nadie atendía. La decisión al instante fue casi unánime y tomaron la plaza. Cada uno cogió lo que pudo: sacos de dormir, tiendas de campaña, un ‘tupper’ con filetes empanados, o la ‘tablet’ para informarse en tiempo real, o para matar el tiempo. “Esta noche la pasamos en ‘Sol’ y hasta que no nos escuchéis no nos moveremos.” ¿Cuál era el denominador común? El ‘¡basta ya!’, el ‘todos sois iguales’, el ‘no nos representáis’, y un largo etcétera de soflamas, políticas sí, pero sin anagramas políticos.

A muchos nos pilló con el pie cambiado. Desde la pantalla de mi ordenador, veía con escepticismo aquella revuelta. Tenía la sensación de que algún poder fáctico en la sombra había de estar manejando los hilos de aquello. Demasiado cerca estaban las elecciones, habrían de celebrarse ese mismo fin de semana, para que todo hubiese nacido de manera espontánea. No terminaba de creérmelo, o no quería creérmelo… ¿qué importa eso hoy?

Llegó el gran día. El 17 de mayo, viernes, en vísperas de los cierres de campaña electoral, miles de ciudadanos seguían apostados en la Puerta del Sol. Pero ya no sólo allí, pues en otras ciudades españolas habían surgido iniciativas similares, cada una a su manera y con su organización particular. Ante la amenaza de incumplir con la ‘jornada de reflexión’, propia en España del día antes de los comicios electorales, muchos pedían que se desalojaran a esos ‘indeseables’ de allí. Ante la incertidumbre, no tuve por menos que, junto a tres amigos, poner rumbo a Madrid a las once de la noche. Si la policía iba a cargar contra esa pobre gente yo quería estar allí, quería ser uno más. En cierto modo estaba harto de que la historia pasase delante de mis narices y yo ni siquiera la oliese. Conseguimos aparcamiento cerca del centro, que ya es un logro, y pusimos rumbo a ‘Sol’. Mi incertidumbre y perplejidad convirtieron los escasos metros que me separaban de allí en un trayecto largo y tortuoso, en el que había de andar esquivando a los molestos relaciones públicas que nos ofrecían ofertas para que nos tomásemos algo en unas u otras discotecas. Por la calle de Espoz y Mina adelante, crecía mi inquietud y nerviosismo. Bebía a traguitos pequeños del refresco que minutos antes había adquirido para matar la sed. Mi garganta y estómago estaban cerrados, como expectantes ante lo que pudiese deparar la noche. A lo largo de toda la acera de la Casa de Correos, se apostaban unas quince o veinte ‘lecheras’ de la Policía Nacional, supuse que esperando órdenes, las cuales nunca llegaron. Dentro de la gran urbe que es Madrid, había nacido una pequeña ciudad, la ciudad de la dignidad. Jóvenes, los más, pero también personas mayores, padres de familia, de una clase social, de otra, pero todos bajo un denominador común, la indignación. Ningún altercado, ni siquiera suciedad ni desorden, al contrario de lo que cacareaban sin cesar los medios de comunicación. Un entramado de improvisadas pérgolas de plástico en el centro, conformando estrechas calles y en su interior gente, mucha gente. Carteles hechos a mano que rezaban: ‘comisión de salud’, comisión de ‘educación’, de ‘comunicación’, de ‘informática’, etc. Con una burocracia un punto desordenada, todo sea dicho, en las mesas apostadas en distintos puntos podían consultarse determinadas publicaciones nacidas esos mismos días en sesiones asamblearias. Información esta que se ponía al servicio de los transeúntes que por allí deambulábamos. Absorto pude comprobar una realidad flagrante; ninguna bandera de ningún partido, ninguna sigla política. Simplemente eran pequeños mensajes, pequeños lemas pegados en las vidrieras de la entrada del metro, en paredes, o en improvisados tablones informativos. Los lemas decían cosas como: “Apaga la tele, enciende tu mente”, “¿Por qué mandan los mercados si yo no los he votado?”, “No hay pan para tanto chorizo”, “Entre rosas y gaviotas nos toman por idiotas”, “Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”, “No nos representan”, entre muchos, muchos otros.

Allí había miles de personas sin miedo a nada. Les habían quitado la esperanza e hipotecado su futuro, ¿qué podían temer ya? Un señor de unos más de sesenta años, nos paró y nos contó que estaba tirando de su familia, esposa, hijos y nietos con su precaria pensión, nos instó a que debíamos ser nosotros, los jóvenes los que luchásemos por lo que era nuestro, por nuestra dignidad. Andamos de un lado para otro siendo partícipes de aquella maravillosa realidad, de aquel grito unánime que significó el ‘Movimiento del 15-M’. Ni siquiera recuerdo a qué hora volví a Tomelloso, era tarde y ya estaba amaneciendo. Cansado volví conduciendo esperanzado, con los ojos vidriosos por la emoción. Estaba en una nube. Aquello era lo que yo siempre había estado esperando.

Al colegio electoral no asistí, no se me esperaba. Había visto, con profunda indignación, como los ineficaces líderes de la izquierda habían tratado, en vano, de hacer suya aquella manifestación popular. No se daban cuenta que estaban lejos, muy lejos de representar a esa marea humana. Mucho habrían de cambiar en sus partidos, en ellos mismos, para tratar de lograr domar a esa muchedumbre. Como era de esperar, la victoria de la derecha, que movilizó con eficiencia a sus votantes, fue aplastante, nunca antes vista en España. Pero todo daba igual, ¿cuánto habrían de durar en el poder ante tal manifestación de poder del pueblo?

Los días sucesivos transcurrieron en una España dividida. Pero esta vez no eran izquierda y derecha, ahora eran estamentos oficiales, organigramas de poder fáctico, frente a agrupaciones ciudadanas que se negaban a ser representados por más de lo mismo. La semilla había brotado en una nueva generación política. Ya nada volvería a ser igual, ni tan siquiera yo mismo. Una fuerza renovada había brotado en mí, comencé a preocuparme, a informarme, a participar. Como yo, miles de españoles. ¡Se acabaron los partidos! ¡No escucharé a los de siempre! ¡Hay otra realidad y hemos de conseguir ser mayoría! Por un lado los políticos, anclados en sus poltronas, miraban con soberbia las manifestaciones. “Con los votos de la gente que hay en ‘Sol’, no consigo yo ni siquiera un concejal”, decía en tono chulesco cierta lideresa del PP. “Es fácil llenar las redes de ‘tweets’, pero eso hay que traducirlo en votos”, manifestaba otro. “Si tan indignados están y tanto cambio quieren, lo que tienen que hacer es presentarse a las elecciones”. Estos mensajes se convirtieron en soflamas casi unánimes de los llamados políticos de carrera, de los de siempre, de los que se han dedicado, casi en exclusividad en sus vidas, a saltar de cargo público en cargo público. Por otro, muchos ciudadanos, ante la falta de información sobre lo que en esas plazas se había gestado, veían una especie de amenaza criptocomunista en dichas expresiones populares.

En cuanto a estos movimientos ciudadanos, estas asambleas callejeras, poco a poco se fueron apagando. Costó mucho que esto sucediese, baste recordar los sucesos del viernes 27 de mayo, en la Plaça Catalunya de Barcelona, donde los Mossos d’Esquadra, mandados por el recientemente instaurado gobierno de la Generalitat, cargaron duramente contra los manifestantes, alegando que había que limpiar la plaza para la celebración de una supuesta victoria del Fútbol Club Barcelona. Hechos como estos volvieron a hacer crecer la indignación, volvieron a llenar las plazas. Pero con los meses, las llamas de aquella hoguera se fueron extinguiendo. No obstante quedaron los rescoldos, las pavesas se lanzaron al aire y prendieron otros fuegos. En apenas cuatro años desde aquello, nuevas formaciones políticas han nacido, llamadas a ser los representantes de estos movimientos ciudadanos. Han jugado en el terreno del bipartidismo y, poco a poco, le han ido ganando la partida. Con datos, con propuestas, con honradez y limpieza, exigiendo transparencia, regeneración, han ido expresando sus ideas, luchando contra ‘dinosaurios’ en las tertulias políticas, sufriendo sus ataques, sin prisa, pero sin pausa.

En las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2014 ya vimos un claro cambio de tendencia en los resultados. La gente, poco a poco, ha ido dejando de creer en la ‘vieja política’ y está abrazando ideas de cambio. Esto se refrendó en las elecciones Municipales y Autonómicas del pasado 24 de mayo. Asistimos a la configuración de nuevos parlamentos, plurales, a la caída de gobiernos que parecían invencibles tras más de veinte años en el poder. El miedo, el nerviosismo de los que llevan toda la vida gobernándonos, refleja con claridad este hecho. En escasos días estamos llamados de nuevo a las urnas. Es ahora o nunca. Debemos dejar claro a estos rancios políticos de cuna que ya está bien, que se hagan a un lado, que si quieren seguir trabajando para nosotros, tienen que hacer precisamente eso; trabajar para nosotros.

Y todo esto nació aquellos días de hace cuatro años. Nació en esas redes sociales que se incendiaron con hashtags tales como #SpanishRevolution #DemocraciaRealYa #Movimiento15M, etc. Aquellos días en los que yo, al igual que seguro muchos españoles, cambié, renací políticamente y me di cuenta de algo: por negra, por desesperanzadora que parezca la verdad, sólo es triste cuando no tiene remedio. El cambio, la transición ha llegado, participa y no le tengas miedo.

Javier Benito Morales

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Ilustración de Clara López Cantos

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Acento cultural, número 17, diciembre 2015, ISSN: 2386-7213

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