Hace demasiado tiempo que la menuda figura de Antonio López Torres no acude a su cita con el arte. Tomelloso, pueblo que le vio nacer y ciudad que le vio morir, contexto sobre el que ha girado toda su vida, sigue su rumbo a través del constante tiempo experimentando los cambios propios de la evolución urbana. Pero aún hoy en día es posible echar un vistazo a lo que fue, al pasado de donde venimos todos aquellos que pertenecemos a esta tierra, con la fortuna de tener en la pintura de este artista la ventana que muestra las costumbres, las labores y los vastos espacios de vid que han dado lugar a esta próspera localidad.

Nunca puso el grito en el cielo en sus ochenta y cinco años de vida, pero es que él no era así. Tal vez debió haber expuesto más su pintura e involucrarse en el impersonal mundo capitalista del arte a través de la venta de sus obras pero, eso no le reportaba tanto placer como pintar una obra a partir de la anterior y, apreciar con sus propios ojos esos cuadros cuando quisiera. Si se desprendía de uno de ellos era por decisión propia, como regalo u ofrenda y sin nada a cambio. La pintura no fue el sustento de su vida pero sí el soporte de su corazón, por ello mediante su obra es posible conocer su pensamiento, sus deleites e inquietudes, más allá que en la mayoría de los pintores porque, entre su vida y su obra hay una vinculación especialmente estrecha que se manifiesta a través de humildes pinceladas que representan una vida dedicada a un gusto artístico enteramente personal. Don Antonio eligió cómo ser y fue como quiso, un hombre honesto de profunda paz interior cuya pintura era expresión silenciosa de fuerza contenida y talento desmesurado encerrado en su menudo cuerpo.

Su historia es sencilla y llana, modesta como su forma de vida. Vivió gracias a la docencia de enseñanzas artísticas en diversos centros de enseñanza secundaria repartidos entre Tomelloso, Valdepeñas, Santoña, Ciudad Real y Madrid. Disfrutó de experiencias enriquecedoras como una estancia en Palma de Mallorca gracias a la beca Conde de Cartagena, concedida durante la II Guerra Mundial, que le permitió poner a prueba sus habilidades enfrentándose a un paisaje de tonos diversos a los de su tierra natal. Y el tiempo libre que su trabajo le consentía fue dedicado a dos aficiones, una por la que es conocido, la pintura; y otra más personal, los pájaros. Los observaba y los grababa en un viejo magnetófono para escucharlos cuantas veces quisiera, se servía de ellos para abstraerse en su camino hacia la naturaleza misma porque su canto era para él, la melodía del medio ambiente.

Durante el tiempo que ha transcurrido desde su ausencia, don Antonio se mantiene vivo en sus obras porque, al fin y al cabo, son ellas quienes mejor hablan de él. El artista pervive y alarga su taciturna existencia más allá de la carne a través de la materia pictórica, huella de su reminiscencia. Se vuelve eterno. Dura.

Y precisamente es la perspectiva del tiempo la que condiciona el estado del recuerdo. La memoria, como percepción distorsionada, genera mitos, leyendas y prejuicios, y si la Historia, como ciencia, acierta en su planteamiento, alcanza el objetivo de la verdad. Sobre López Torres deambulan ideas equivocadas sostenidas a base de un conformismo generalizado que comprende la herencia del pintor mediante dimes y diretes desentendidos en la materia. Para apreciar su pintura se requiere un esfuerzo enfocado a comprender dónde reside la genialidad del artista: en un realismo propio salpicado de tradición y atiborrado de un sentimiento afectivo semejante a aquel que ama desde el silencio, sin llamar la atención, sin levantar la voz. Su decantada pintura saca a relucir la esencia de aquello que es representado, por ello su cegadora luz irradia, desde el clima expresado en el paisaje hasta el calor de lo humano.

Una percepción sensible de la atmósfera, una habilidosa muñeca que mezcla finamente la materia sobre la inmaculada paleta, y una mente tan clara como convencida, son los instrumentos que dan forma a sus cuadros, ejemplos de una relación afectiva con el medio natural. Una mirada suya desentrañaba la complejidad del mundo, expresando con sensibilidad el tono adecuado a la realidad. Sólo la verdad.

Pero su realismo no es común. Se pierde entre las miles de explicaciones que emergen de esta terminología que la historia del arte posee, sin tratar de encajar en alguna de ellas. Ahí reside su particularidad, no fue un simple realista que representaba su pueblo “de manera fiel” porque él sumaba a cada obra el aderezo expresivo de sus sentimientos. Sus paisajes retratan, en efecto, la sensación y la temperatura. Sus bodegones, retratos y dibujos poseen el detalle sin excesos, sin presunciones. Todo ello inmerso en el árbol genealógico y evolutivo de la historia del arte, siendo pintor descendiente, casi sin saberlo, de impresionistas amantes de una naturaleza musa y modelo, adoradores de la representación al aire libre. Pero este pertinaz artista de ideas propias, desinteresado en dejarse llevar por el soplo de corrientes vanguardistas, siguió el rumbo fijado desde su niñez que permanece enraizado en la tierra que lo vio nacer.

Con todo, su labor no ha obtenido el reconocimiento que merece. Es posible que la culpa esté en la pintura misma. Ciertamente, su obra es llana como el paisaje manchego, sin sobresaltos ni escarpados desvaríos que alteren el conjunto de cada pieza. Todo respira tranquilidad y calma sin que por ello se pierda en intensidad. Y aunque ahí reside su genio, expresa un arte que exige esa comprometida comprensión a la que anteriormente hacía mención. Sus cuadros mantienen vivo el reflejo de una época y un contexto muy definidos, de esta manera su contemplación no sigue los preceptos de este mundo actual en el que todo es fugacidad. Únicamente a través del establecimiento de una empatía con el pintor, manifestada a través de una mirada serena a sus obras, se alcanza el conocimiento que este artista reclama.

Varios años después de la exposición antológica, la figura de Antonio López Torres se sigue mirando bajo el mismo punto de vista, tanto desde dentro como desde fuera de los límites del que fue su pueblo. Dudo que su recuerdo esté esperando admiración alguna ya que mientras vivía nunca la necesitó, al igual que tampoco buscó el éxito efímero, pero eso no justifica que su pintura pase de largo, ya que es la obra de un artista que desde sus limpios trazos nos recuerda, en silencio -una vez más-, que Tomelloso, tierra de literatos y artistas conocidos (y por conocer), posee entre sus buenas gentes, a un pintor que amó a su pueblo con la entereza de un campesino y la devoción de un penitente.

Ricardo Ortega Olmedo.

[Modificación del original publicado en El periódico del Común de la Mancha]

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Ilustración de José Luis Cabañas.

Acento cultural, número 1, noviembre 2014, ISSN: 2386-7213

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