Contemplando una obra de arte expuesta en un museo, atendiendo al problema de un amigo que se confiesa contigo mientras tomáis un café, opinando sobre la trama de una novela en tu grupo de lectura habitual… en algún momento de estas situaciones (¡y de tantas otras!) has podido diferir del criterio exegético de tus semejantes y, aunque terciaras en explicar los vínculos de tu elucidación con absoluta sagacidad, a menudo habrás escuchado la arquetípica y un tanto despechada frase “Tu no lo entiendes porque no lo has vivido”. Tu reacción no se hace esperar: te indignas y ofuscas por la desestimación a partir de una política tan privativa y kantiana que no atiende siquiera al principio de empatía, con el que seguramente continúas defendiendo tu postura. Y justo aquí se establece la primera noción que nos facilitará la inmersión en los súbitos conceptos de la expresión formal: la empatía. Esa capacidad que nos inculcan desde niños, basada en la comprensión y participación afectiva de los sentimientos del otro; un “ponerte en sus zapatos” apoyado en ideales a menudo más utópicos que efectivos (para nuestra desgracia) y que reiteradamente se sustentan en un simple rigor subjetivo y momentáneo que tendemos a arrinconar con mayor o menor facilidad, anestesiados (como dice Buck-Morrs) por una sociedad en la que el contacto se reduce a módulos de control MassMedia con simulaciones de una existencia anhelada y fastuosa; la realidad, mal que nos pese, es que efectivamente observamos nuestro entorno y nos relacionamos con él pero no desde un punto de vista empático si no hermenéutico, que ha sido moldeado por nuestras experiencias y aquellas del complejo social del que formamos parte.

Lo sé, querido lector, muy probablemente has enarcado una ceja y tu cabeza ha comenzado a darle vueltas a esta nueva deconstrucción pedagógica que no termina de convencerte, pero permíteme que arroje algo de luz sobre esta fórmula: ¿alguna vez has escuchado esa irónica frase “Problemas del primer mundo” a la que hacemos referencia cuando hablamos de las “tesituras” de nuestra enriquecida sociedad occidental? Para nosotros puede resultar un inconveniente e incluso un problema diario encontrar un sitio donde estacionar nuestro vehículo cada mañana cuando acudimos a nuestro lugar de trabajo; sin embargo, para un camboyano de nuestra misma edad, el problema diario es conseguir alimento y subsistir. Comparando ambos, deducimos que nuestras dificultades no son más que nimiedades pero no por ello las apartamos en un cajón ya que (para nosotros que las vivimos cotidianamente) siguen suponiendo un estorbo en nuestra rutina. ¿Se debe esto a la falta de empatía o de visión global? No, únicamente se debe a la hermenéutica, una máxima que determina la interpretación de la totalidad de nuestro entorno según nuestras prácticas, hábitos y conocimientos personales.

Para Friedrich Ludwig Gottlob Frege, matemático, lógico y filósofo alemán, la hermenéutica se conjuga a raíz de las creencias adquiridas del grueso de la sociedad en sinergia con el mimetismo y la alienación del sujeto y su lenguaje, siendo establecida esta expresión por las referencias y las variaciones de su sentido. Esto puede verse claramente si lo dividimos en lo que yo llamo el dechado público y el modelo emancipado: en el primero se presenta a un núcleo familiar conformado por integrantes con alguna característica de disparidad hacia la igualdad (xenofobia, homofobia, misoginia…); la introducción de un nuevo miembro a este núcleo implicará el contagio de estas ideas al neófito, que al no poder mantener otras relaciones (sanas, completas y ecuánimes) alejadas de estas consideraciones, finalmente se mimetizará con su entorno (adoptará esas pautas) para sentirse integrado. En el segundo, el modelo emancipado, presentaremos a un pueblo indígena que ha encontrado un objeto occidental (un tenedor) que monopoliza erróneamente con una función higiénica (cepillarse el cabello); la referencia ha llegado hasta ellos como una visión (objeto alargado con puntas) que por medio de su ingenio y necesidad (su disquisición) ha tomado una nueva utilidad. A pesar de que nadie les ha ofrecido indicación alguna no vacilan de su acertado manejo, ni permitirán la desaprobación del mismo; para ellos la estructuración del instrumento de menaje se ha convertido en costumbre y, como tal, no permite correcciones.

El primer ejemplo refleja exactamente lo que ocurre en nuestra sociedad por medio de esa pauta inculcada a los sujetos desde preceptos globales desfasados y tradicionalistas (a menudo influenciados por la predisposición de una falsa ética sacralizada) que debiera ser de-construida desde su raíz para una correcta evolución. El segundo, nos muestra no sólo la apostilla inherente a la vida del sujeto sino también la sugestión que se autoimpone la tribu y que es tan fuerte como para no dudar de su coherencia o adecuación, así como para impedir su reparación bajo imperativos folclóricos; lo mismo ocurre con nuestra sociedad eurocentrista, que da por buenos unos parámetros instituidos sin permitir al expuesto un pensamiento individual o una objeción alterativa.

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A través de esta variante, Frege establece el “signo” un elemento completamente objetivo al que nosotros (por medio de los principios anteriores) saturamos de nuestra exégis otorgándole su significado (una línea que tendrá en Baumgarten y su criterio de experiencia estética una marcada preponderancia). El signo se tiñe con la atribución lingüística de nuestra comunidad, de modo que confluyen en ella diversas acepciones según la adecuación y variación del sentido; por ejemplo, una máscara ritual africana alberga valor esotérico para su tribu, mientras que para occidente su relevancia se resume en el crédito etnográfico.

A partir de esta base el filósofo y científico estadounidense Charles Sanders Peirce presentó su génesis de ecuanimidad entre la verdad y la experiencia de la mayoría finita; para él el conocimiento no necesita de fundamentos claros, precisos ni ciertos (hipótesis que sí respaldaba Descartes) si no que deslinda a partir de una simple conjetura (abducción, según sus términos) cuya experimentación global prueba su valía; la experiencia íntegra de la sociedad constituye una verificación del juicio realizado por el individuo, en tanto que se haya vivido el juicio planteado. Es decir, la consideración integral respecto a un componente social, artístico o histórico genera un precepto inamovible e indiscutible, como puede ser por ejemplo el rechazo automático que sobreviene a la mayor parte de la población cuando pensamos en el régimen fascista; en virtud de ello, la aprehensión de un significado es inherente a la responsabilidad global, al igual que es responsabilidad del artista implicarse con la causa común (como señala Jean Clair en “El compromiso del artista”). Esta adopción mecánica del facsímile colectivo más allá de cualquier razonamiento propio (además de redundar en las valoraciones antes comentados por Frege) encaballa la clasificación de índices, iconos y símbolos según su coherencia con el medio y no de cara a su aplicación. Un índice tiene una interpretación de continuidad en la realidad (por ejemplo, una señal de “suelo mojado” en un baño público nos presenta la posibilidad de caernos en caso de que no permanezcamos atentos), un icono puede ser una letra “H” que nos indica dónde hospedarnos para pasar la noche, y un símbolo corresponde a una intención de aviso (el símbolo que aparece en nuestro teléfono móvil cuando recibimos un mensaje), regla (el tintineo del hombrecillo verde de los semáforos que nos indica cuando debemos cruzar el paso de cebra) o devoción (la talla de un santo a la que cubrimos de contenido divino y representativo de una fe). Por medio de estos tres modos de insignia se transmite un mensaje que habilita la comunicación a los miembros de una misma cultura, al tiempo que margina a la otredad a aquellos que no comparten sus cánones.

Es interesante y muy representativo que Warburg y Panofsky sostuvieran que estos emblemas lingüísticos asumen una caducidad dado que coligan con una condición temporal mutativa. Pongamos como ejemplo el cuadro “Matrimonio Arnolfini” de Jan Van Eyck: para nosotros la inclusión de un perro, una vela encendida y unos zapatos en el suelo de esta escena no tiene valor más allá de lo meramente anecdótico, pero en 1434 eran lo más parecido a una demostración de los votos de fidelidad eterna que habían intercambiado los esposos. La presentización de estos símbolos (como mero animal de compañía, instrumento destinado a la iluminación y prenda de uso privado) provoca una transición en la elucidación, de modo que los embriones formales de período (tiempo) y experiencia (hermenéutica) dilapidan su conato original.

Precisamente a este punto hablaremos de Ludwig Josef Johann Wittgenstein, filósofo y lingüista austríaco que nos ofrece el lenguaje como un juego de conocimiento; para Wittgenstein el mundo se conforma únicamente de hechos que la expresión oral o corporal debe transmitir, pudiendo adquirir de nuevo acepciones heterogéneas según nuestra erudición particular; por ejemplo, según la tesis de Peirce la palabra genocidio desatará el rechazo de cualquiera que la oiga, pero para Wittgenstein no conformará el mismo impacto hacia el sector judío (que padeció en carne propia tamaño horror) que hacia un colectivo que no se haya visto directamente involucrado. La vivencia individual de un hecho es vital para imbuir de valor a una palabra, aunque dicho vocablo ya contenga una coherencia universal; son precisamente esas tentativas privativas las que nos conminan inconscientemente a tomar una posición subjetiva y, a menudo, sesgada.

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En resumen y para terminar con esta primera parte sobre cómo la hermenéutica determina la expresión formal: el diálogo que se establece entre el objeto-sujeto a juicio (una obra de arte, un hecho histórico, una novela, una película, las circunstancias de un compañero…) y su concurrente se conforma de un “argot” codificado (índice/icono/símbolo + significado) por la declamación, que deposita una lógica funcional según los parámetros temporales y personales del espectador (el personaje de Gregorio Samsa, protagonista de “La metamorfosis” de Kafka no nos transmite la misma simpatía como adolescentes con las responsabilidades mínimas, que de adultos cuando nuestros hábitos resultan más parejos a los suyos). El sentido de nuestro entorno germina por tanto de la semilla de la coproducción que se genera entre el creador y el espectador (como apuntaba Mitchel), induciendo a una recepción con consecuencias disímiles en cada concurrente. El juego del lenguaje es consiguientemente un malabar cinético que introduce y deshecha cientos de filiaciones, estimaciones y permutaciones subjetivas que facultan una interlocución subordinada al arquetipo contemporáneo, anacrónico y autónomo en el que se establece la expresión formal.

Tamara Iglesias.

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De cómo la hermenéutica determina la expresión formal: paradigma del lenguaje, coloquio del símbolo y empatía by Tamara Iglesias is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.
Acento Cultural, número 45, Agosto 2018, ISSN: 2386-7213.

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